por Gilbert Brim
Qué vas a obtener
Descubrirás por qué la ambición es un motor humano universal, cómo calibrarla para que impulse —y no sabotee— tu bienestar, y qué hacer con tus metas cuando el éxito deslumbra o el fracaso quema.
De dónde venimos: la ambición como instinto
En todas las épocas, los seres humanos han sentido la necesidad de explorar, aprender y dominar su entorno. Esa pulsión —que compartimos con otros primates— fue la que llevó a nuestros antepasados a salir de África y a poblar el planeta. Hoy se manifiesta cuando persigues un ascenso, entrenas para un maratón o escribes un poema.
Las diferencias individuales (personalidad, cultura, género) sólo colorean la forma de esa búsqueda; no la anulan. Brim documenta cómo, incluso en sociedades con roles de género rígidos, las mujeres mostraban el mismo ímpetu que los hombres, sólo que canalizado hacia espacios socialmente aceptados. Con la apertura de oportunidades, se confirma que la ambición no entiende de sexos: entiende de retos.
El punto dulce: “dificultades manejables”
La clave de la motivación está en lo que Brim llama just manageable difficulties: desafíos lo bastante grandes para exigir lo mejor de nosotros, pero no tan enormes como para aplastarnos. Si el reto es mínimo, aparece el tedio; si es titánico, cunde la frustración. Encontrar ese equilibrio alimenta la sensación de progreso y, con ella, la felicidad.
Aquí intervienen nuestras creencias sobre la propia capacidad. Quien se subestima elige problemas demasiado fáciles y se estanca; quien se sobrevalora va directo al agotamiento. Ajustar la percepción —a través de feedback honesto— mejora la puntería y reduce la brecha entre lo que intentamos y lo que realmente podemos.
Éxitos, fracasos y la niebla en medio
El boxeador Armando Muñiz salió del ring en los Juegos Olímpicos de 1968 convencido de haber ganado los dos primeros rounds. El veredicto fue otro. Ese desconcierto ilustra un hecho común: a menudo las señales de triunfo o derrota son ambiguas. En los negocios, en la ciencia o en el arte, rara vez existe un marcador luminoso que diga “ganaste”.
Ante la ambigüedad, el cerebro humano se aferra al optimismo. Sobreestimamos nuestras probabilidades de éxito y atribuimos los fallos a la mala suerte o a factores externos. Este sesgo protege la autoestima y nos impulsa a intentar de nuevo. La esperanza en una “segunda oportunidad” mantiene viva la acción, aunque las probabilidades objetivas no cambien.
El peso invisible de la aprobación
Imagina a una niña que gana un concurso de belleza a los tres años. El aplauso se cuela tan hondo que, sin darse cuenta, ligará el cariño con el desempeño durante décadas. Todos experimentamos algo parecido: internalizamos los estándares de quienes más influyen en nosotros y, años después, seguimos persiguiendo su aprobación, aun cuando ya no estén presentes.
Esa necesidad puede ser aliada o lastre. Rodearnos de personas y entornos que reconozcan nuestros logros fortalece la motivación. Pero compararnos con modelos inalcanzables —el compañero al que todo le sale mejor— erosiona la confianza. De ahí la importancia de elegir espacios donde nuestras metas sean valoradas y, a la vez, evitar comparaciones que sólo generan sensación de insuficiencia.
Cómo reaccionamos al éxito y al fracaso
Visualiza a un contratista cuyos costos laborales se disparan. Primero busca obreros más baratos; luego métodos más rápidos; al final, amplía el plazo. Si nada funciona, recorta la obra. El patrón es claro: ante el fracaso aumentamos el esfuerzo, cambiamos la estrategia, extendemos los tiempos o reducimos la meta.
Con el éxito pasa lo contrario. Certificamos la victoria y enseguida subimos la vara: metas más altas, plazos más cortos, proyectos adicionales. La velocidad de ese ajuste depende del valor simbólico de la conquista y de la historia personal. Quien logró algo tras años de lucha quizá se tome un respiro; quien ganó casi sin querer buscará otro desafío al instante.
Cronogramas sociales y relojes personales
La sociedad impone calendarios implícitos: la edad “adecuada” para graduarse, casarse, ser gerente. Estos hitos nos sirven de guía, pero también de fuente de ansiedad. Hay personas que llegan temprano —el prodigio que publica su primera novela a los 22— y otras que florecen tarde. Brim muestra que ambos caminos pueden ser gratificantes si el individuo adapta sus expectativas y ritmos internos.
A veces, los sueños no se cumplen en la generación que los concibió. Padres que no pudieron terminar la carrera impulsan a sus hijos a lograrlo. Así, la ambición se hereda, se transforma y sigue buscando nuevas expresiones.
La trampa del todo o nada
El matemático Srinivasa Ramanujan ejemplifica la ambición llevada al extremo: dedicó cada aliento a las ecuaciones y murió a los 32 años, consumido por la enfermedad. Su historia plantea una pregunta universal: ¿conviene volcar la vida entera en una sola meta o diversificarla?
La elección no es trivial. La devoción absoluta favorece los saltos extraordinarios, pero amenaza la salud y las relaciones. En contraste, quien reparte su energía entre varios frentes puede llevar una existencia más equilibrada, aunque sin brillo monumental. La decisión adecuada varía según valores, circunstancias y tolerancia al riesgo.
El vacío tras la cima y la importancia de soltar
Incluso cuando el objetivo se alcanza, la satisfacción puede ser efímera. El campeón mundial que despierta al día siguiente con la medalla sobre la mesita se pregunta “¿y ahora qué?”. A veces, el miedo a perder lo conseguido o la constatación de que la recompensa emocional era menor de lo esperado deja un sabor agridulce.
Frente a esa sensación, dos salidas son frecuentes: fijar enseguida un nuevo desafío más alto o redefinir la idea de éxito (servir de mentor, contribuir a una causa, cultivar la vida familiar). De igual forma, los fracasos repetidos exigen reajustar la mira. Hay metas que, con el tiempo y las circunstancias, se vuelven inviables; soltar permite invertir recursos en logros alcanzables y recuperar la sensación de competencia.
Ambición a lo largo de la vida
La creencia de que la personalidad queda sellada en la infancia ha perdido fuerza. Estudios recientes, respaldados por Brim, señalan que la capacidad de cambio se mantiene hasta edades avanzadas. Quien a los 60 descubre la fotografía, o regresa a la universidad, demuestra que la ambición no expira; muta. Se orienta hacia proyectos que aprovechan la experiencia y se ajustan a nuevas limitaciones físicas o de tiempo.
Brim lo ilustra con su propio padre: granjero, doctor en filosofía, profesor y, ya jubilado, cuidador apasionado de un jardín y luego de simples macetas cuando las fuerzas escasearon. Su historia resume la tesis central del libro: siempre habrá un reto del tamaño justo para mantener vivo el deseo de crecer.
Conclusión: la ambición como arte de calibrar
La ambición es una llama que todos llevamos dentro. Regular su intensidad exige:
Alinear retos y capacidades. Ni demasiado fáciles ni imposibles.
Leer con realismo las señales de éxito o fracaso.Celebrar sin euforia ciega; corregir sin dramatismo.
Seleccionar entornos y referentes que nutran, no que aplasten.
Reajustar metas tras victorias y derrotas. El movimiento continuo evita el estancamiento y la desesperanza.
Aceptar que las prioridades cambian. Una vida plena se construye a base de ambiciones renovadas, no de un único hito inmutable.
Usa estas ideas para mirar tu propio mapa de metas. Pregúntate si los desafíos que persigues despiertan entusiasmo o sólo inercia, si tu cronograma te pertenece o es heredado. Y recuerda: el propósito no es quemarte para brillar un instante, sino sostener el fuego el tiempo suficiente para iluminar todo tu camino.
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